23 de agosto de 2011

No paro de ver ambulancias por la ciudad sabiendo que no llevan enfermos. Miro cómo pasan medio destartaladas e irrumpiendo en cualquier vida del que pasea y se acerca. Entonces el plan sale como se espera: los peatones se enfurecen, se tensan por la violenta sirena, quieren que continúe su rumbo, que todo se recree en los sonidos típicos de la ciudad, de cloaca de bondi, de línea amarilla y que por favor la nueva homogeneidad acústica cese. Hasta que sucede. Los hombres finalmente se miran los rostros, se observan en su agonía, la comparten. Buscan lo mismo y encuentran para todos. Rasos, ropas, hablas, perfumes. Las ambulancias siempre estuvieron para eso: para hacernos vibras de enfermedad a los de afuera mientras que el de adentro está solo y sano. Se dan cuenta que no es tarde y que la cura a la disgregación existe, pero la de la sanidad aislada, no.

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